En el corazón de un valle esmeralda, donde el sol tejía hilos de oro entre las hojas, vivía la Madre Tierra. Su piel era un mosaico de continentes, sus cabellos, ríos serpenteantes, y sus ojos, lagos cristalinos. Sus hijos, los hermanos continentes, fuertes y orgullosos, la rodeaban con amor fraternal. Sus primas, los bosques, tejían mantos verdes, y sus parientes, los ríos, cantaban melodías eternas.
Los animales, sus amigos más queridos, danzaban en armonía, celebrando la vida en cada rincón. Pero un día, una criatura nueva, el humano, llegó al valle. Al principio, el humano observó con asombro la belleza que lo rodeaba, aprendiendo de la sabiduría de la Madre Tierra y sus hijos.
Con el tiempo, algunos humanos olvidaron la reverencia, cegados por la codicia. Talaron los bosques, contaminaron los ríos y lastimaron a los animales. La Madre Tierra, con el corazón apesadumbrado, sintió el dolor de sus hijos y amigos.
Los continentes temblaron, los ríos lloraron y los bosques se marchitaron. Los animales huyeron, buscando refugio en los rincones más remotos. La armonía se rompió, y el valle, antes un paraíso, se convirtió en un paisaje de desolación.
Pero no todos los humanos habían olvidado el respeto. Algunos, con lágrimas en los ojos, recordaron las enseñanzas de la Madre Tierra. Se unieron, formando una cadena de esperanza, decididos a sanar las heridas que otros habían causado.
Con manos amorosas, plantaron árboles, limpiaron los ríos y cuidaron de los animales. Aprendieron a vivir en armonía, recordando que eran parte de la familia de la Madre Tierra. Poco a poco, el valle comenzó a sanar. Los bosques reverdecieron, los ríos volvieron a cantar y los animales regresaron.
La Madre Tierra, con una sonrisa radiante, observó a sus hijos humanos, aquellos que habían elegido ser reconstructores en lugar de destructores. Comprendió que el humano, con su capacidad de amar y aprender, podía ser tanto una fuerza destructiva como una fuente de esperanza.
Y así, el valle volvió a florecer, un recordatorio de que la armonía entre el humano y la naturaleza era posible. La Madre Tierra, con el corazón lleno de amor, supo que sus hijos humanos, tanto los destructores como los reconstructores, tenían el poder de elegir el camino que seguirían.
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